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Grandes autores y textos singulares

En Singular nos fascinan los grandes autores, como a todo buen amante de la Literatura, así, con mayúscula. Y nos llaman la atención especialmente aquellos textos que se salen del canon de esos grandes, los que no nos explicaron en los años escolares y que no han colocado al autor en el trono que ocupa.

Los ejemplos son innumerables. De hecho, os proponemos un ejercicio curioso : elegid un autor, el que queráis, de vuestra lista de intocables y buscad algún texto suyo del que no habíais oído jamás hasta ahora. Seguro que alguno hay y, si sois afortunados, hasta está disponible y podéis sumergiros en él. La experiencia es bien curiosa. Pensábamos conocer bien al amado compañero de horas de lectura que vuelan, pero resulta que nos sorprende, se nos presenta como un desconocido. ¡Ese no es nuestro X! ¿O sí percibimos un eco oculto y reconocible para los cercanos?

Ocurre cuando leemos los poemas de Proust. O las novelas de juventud de Shelley. Los textos filosóficos de Dante o Hölderlin. ¿No nos resultan familiares algunas expresiones, el fraseo o la personalidad que encierran? Quizá sencillamente estamos condicionados, creyendo identificar para nuestra satisfacción confirmaciones de su autoría, mensaje ocultos que solo los fieles reconocemos.

En otros casos, el reconocimiento resulta casi imposible, como en el supuso nuestro primer libro editado. ¿Alguien es capaz de reconocer a Karl Marx en esas patochadas pedantes escritas en su juventud? Realmente se nos antoja difícil que alguno de nuestros lectores tenga una respuesta positiva. Marx protagoniza un giro vital a la altura del de Rimbaud, pasando de joven romántico y culto, que vive por y para la poesía, con sentencias al respecto que firmaría el propio Hölderlin, a estudiar derecho en la universidad (en su defensa hay que decir que con más interés en la historia y la filosofía que en las leyes) para después desarrollar un ideario político y económico que es por el que todos le conocemos.

Es divertido el segundo y último ejercicio que proponemos hoy: imaginar qué hubiera sido de ellos si hubieran seguido la senda inicial, si no hubieran abandonado eso que parecía inevitablemente, para ellos mismos, el inexorable camino a seguir. ¿Karl Marx un poeta (quizá de segunda fila) del XIX? ¿Rimbaud como respetable anciano en la Académie?

Cuidado entonces. Una decisión, imposible de calificar como buena o mala en el momento de tomarla, en un instante cambiará para siempre quiénes seremos en el futuro. Y no hablamos solo de nosotros como autores de textos inmortales, claro.

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Por qué ser editor

A lo largo de mi periplo como editor, todavía demasiado breve como para presumir de él, he tenido la ocasión de conocer a numerosos Editores, de los de verdad, que me parecen modelos a seguir. Además de qué hacían y cómo, siempre me preguntaba la razón que les había llevado a convertirse a esta profesión loca y maravillosa.

Un paréntesis antes de ir con las razones para destacar que la gran oportunidad de interaccionar con ellos me la brindó cursar el Máster de Edición de Taller de Libros. Algunos de los mejores editores del país pasan por él cada año para compartir su experiencia y conocimiento. Los que os planteéis ser editores algún día tenéis una vía única para formaros y entrar en contacto con el mundillo a través de este Máster.

Volvamos. ¿Cuáles fueron las razones que esgrimieron en su día? Pues la verdad es que son de lo más variadas. Pero todos los editores tienen algo en común: un enorme amor a los libros, entendidos como vehículos de cultura y conocimiento, como objeto físico casi mágico, como una pequeña obra de arte que muta una idea en algo que uno puede compartir y revisitar hasta el infinito. Ver cómo por momentos se les ilumina la cara al hablar de su trabajo lo explica por sí mismo, irónicamente sobran las palabras.

Recuerdo especialmente el caso de un editor que nos sorprendió por el giro inesperado que le dio a su carrera profesional. Formado en economía, con un trabajo estable en una ¿respetable? institución bancaria, apuntaba a una vida profesional segura, digna… y aburrida. Puedo imaginarme cómo contaba los minutos interminables delante de una pantalla que vomitaba cifras sin cesar, esperando a verse liberado y poder salir corriendo a sumergirse en la lectura, único mundo con sentido para él. No debió ser un paso fácil. No para todos los de su entorno, al menos. Resuena a Bartleby y su «preferiría no hacerlo», el canto a la libertad más radical de la literatura.

Otras conversiones han venido desde una vertiente más artística. Un experto en papel e impresión que, supongo, quiso encargarse de todo el proceso con su fino criterio, quizá desmoralizado por los crímenes cometidos por ediciones baratas llevadas a cabo sin ningún cuidado. Y vaya si lo hizo… hoy dirige una de las mejores editoriales que podéis encontrar, premiada en su día con el  Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural. Cada uno de sus libros es una obra de arte, artesanía pura.

El último ejemplo de hoy es el de una editora tan interesada por la literatura inglesa que traduce ella misma obras injustamente olvidadas en esa lengua. Es lo que podríamos denominar querer forma parte de la Literatura. Una microeditorial, además de la mano de una amiga igual de apasionada, parece un camino natural. Abandonar, y empezamos a ver una tendencia, una profesión estable y segura es un obstáculo menor.

La impresión al conocer estos y otros ejemplos me hace siempre pensar en Rilke cuando afirma que uno es escritor porque no puede imaginarse la vida sin escribir. Imaginarla sin libros a muchos nos resulta intolerable, y una forma de transitar por ella es imaginarlos, darles forma, tocarlos… Esa es la razón definitiva para ser editor.